Una ópera española sobre la infamia


«La Dolores» Dir. musical: A. Ros Marbá. Dir. de escena: J.C. Plaza. Con E. Matos, C. Díaz, A. Portilla, D. Schmunk, Á. Ódena, Coro y Orquesta Sinfónica de Madrid. 29-IX-2004.

Un siglo después, volvió «La Dolores» de Bretón al Teatro Real y, con ella, revivió la cuestión de la ópera española. ¿Es posible? ¿No lo es? Hoy la cuestión está zanjadísima. Primero por Falla, con su «Vida breve», cumbre solitaria, y luego por la cadena de óperas de altura («Selene», «Kiu», «El viajero», «Fígaro», «Don Quijote» y tantas otras) que han nacido desde que España dejó de mirarse a sí misma con pena. El público de anoche no se sacudió el envaramiento hasta el final del primer acto. Ahí se dejó llevar por la brillantez de la jota y aplaudió a telón caído durante varios minutos. La coreografía de Miguel Ángel Berna fue arrolladora y, al mismo tiempo, elegantísima. No me imagino una jota mejor bailada.

En el segundo acto la tensión bajó un tanto. La música pierde frescura, los versos ripiosos pasan a primer término y la acción se detiene en el farragoso establecimiento de una cita múltiple, tipo D'Artganan: Dolores les da hora a las diez a sus cinco pretendientes: el rico, el pobre, el cura, el barbero y el militar. Ella quiso en su día a Melchor, el barbero, pero a quien mira ahora es a Lorenzo, el seminarista. Lorenzo pide cita con un aria importante que a Alfredo Portilla no le quedó redonda. La voz de este tenor mexicano es potente y en algunos momentos atractiva, pero aún no está completamente sometida a control. Eso hace que el público escuche sus notas con inquietud.

El tercer acto es magnífico y permitió el lucimiento del maestro Antoni Ros-Marbà al frente de la Orquesta del Teatro. Empieza con un soberbio preludio fúnebre, a base de leves lamentos del clarinete sobre una interminable nota pedal. Hay nobleza en esta música y cierta abstracción ominosa que desemboca suavemente en una triste letanía «ora pro nobis». El momento es mágico y puede parangonarse sin desdoro con los mejores momentos operísticos. Al concluir este pasaje, Bretón bien pudo dejarse de penas y gritarse a sí mismo: ¡pues claro que es posible una ópera española! Basta con despejar de un soplido nuestros complejos. El libreto de «La Dolores» es infame, es verdad, y no recuerdo un solo verso que no me doliera en el oído, pero hay en el repertorio varias docenas de memeces italianas y alemanas que no mejoran a esta y no se bajan nunca de los escenarios.

Este espléndido tercer acto continúa con una hermosa aria de Dolores («Tarde sentí, cuitada») y un dúo de amor con Lorenzo, quien volvió a no estar bien. El desenlace trágico tiene también espléndida música. El dúo culto de amantes desesperados se recorta admirablemente sobre un fondo rural de jota y bandurria («Mortal la rondalla resuena», tiene que proferir Dolores).

Elisabete Matos es una buena Dolores, pero la hemos visto mejores actuaciones. La mezzo Cecilia Díaz canta maravillosamente su Gaspara y los demás cumplen bien. Los barítonos Enrique Baquerizo (Patricio) y Ángel Ódena mejor que el Sargento Rojas de Stefano Palatchi. Al final, el público aplaudió a todos menos a José Carlos Plaza y su equipo. Se ha tomado la manía de silbar al director de escena salvo si no molesta y se limita a sacar bonitos trajes y decorados.

No era esperable de Plaza una recreación castiza o nostálgica de la sociedad tradicional española, sino más bien una evocación crítica de sus rasgos más rechazables. La Dolores de Plaza es magnífica y transcurre de fuera a dentro. Comienza en un entorno abierto, con los perfiles realistas de una historia exterior; y se muda en seguida a un ambiente interior, neutro en cuanto a época y sitio, adecuado para la exposición nítida de un drama entre personas, porque la historia de «La Dolores» es la de una infamia que se contiene entera en la famosa copla: «Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores, que es una chica muy guapa y amiga de hacer favores».

Como en muchos de sus últimos montajes, Plaza lo resuelve casi todo con proyecciones. La mayoría son cuadros de Enrique Marty y están impecablemente llevados a escena por Francisco Leal.

La Razón. Jueves, 30 de septiembre de 2004